viernes, noviembre 28

Cap: 921 . Una crisis, dos crisis, tres crisis.

Hoy se me llena la boca de vergüenza ajena. Mira que me prometí no hablar de ello, pero es que si no espeto este texto a la cara de los que me pagan, casi que prefiero reventar. Hoy rodeo la puta crisis financiera, que es un globo que se me escapó, para detenerme donde peor se pasa siempre, en sus suburbios, que es el globo donde vivo yo.
Y es que uno de los efectos menos secundarios y más inmediatos de esta repentina hiperprotagonista es que está relegando a un modestísimo término las otras crisis, esas preocupaciones no menos importantes que, por obra y gracia del espíritu Maslow, han pasado a ocupar el anecdotario de esto a lo que ahora llaman opinión pública y que no deja de ser el contubernio mamonil de toda la vida, liderado por políticos, grandes grupos empresariales y medios de comunicación.
De pronto, el mundo con crisis parece un mundo mejor, y eso sí que mola. Según la parrilla (televisiva, informativa, editorial) prácticamente ya no existen en el mundo zonas en conflicto, ni desastres naturales, ni cambio climático, ni hambre, ni malaria, ni sida, ni refugiados, ni insurgentes, ni terroristas, ni genocidios, ni desplazados, ni nada de todo eso tan incómodo de ver en televisión a la hora de cenar.
Igual es que ya se han solucionado. Coño, pues que nos lo cuenten, y eso bueno que nos llevamos.
Pero no se vayan todavía, aún hay más. Qué tal la alegría con la que medios y afines empeoran el patio, publicando día sí, día también, impactantes titulares a cual más dramático y desgarrador, por aquello de que la letra, con sangre, vende. Hipotecar su propio futuro en pos de la psicosis desinversionista de sus ya acongojados anunciantes que, haciéndoles todo el caso del mundo, rebajan sus ya pingües presupuestos publicitarios, que son al final los que pagan los sueldos de todos, incluido el del redactor que escribió tan populoso titular.
La misma sensación tengo cuando los medios ceden portada, página y minuto a la campaña de publicidad de cualquier grupo terrorista, eso que también se conoce como atentado. Me pregunto qué pasaría si un día nadie hablase de ello, y todos nos limitásemos a confiar en que las fuerzas de seguridad del Estado hicieran su trabajo. No estoy defendiendo el mirar para otro lado. Estoy defendiendo el no permitir que nos obliguen a mirar. Y menos aún matando.
Para acabarlo de arreglar, entre tanta desinformación abusiva, hoy más que nunca, compruebo que somos carne de opinión. Pero carne barata, de la que se compra en bandejitas de dudosa procedencia.
De los productores de “Yo tengo los anuncios de contactos sexuales más grandes que los tuyos”, no se pierdan ahora “Mis lectores opinan más que los tuyos”.
Que conste que por una vez, y sin que sirva de precedente, no hablo de mí.
Pero me da vergüenza propia, ajena, de todos los colores, forma y condición. Leer por internet las columnas de todo un Monzó, un Millás, una Freire o una Becerra, seguidas inmediatamente de ‘las otras’ columnas, ciertos comentarios perpetrados justo a continuación por algunos lectores, pseudoescritores frustrados, ciberbufones ambulantes y aspirantes a nada, que lo único que no tienen de imbécil es haber logrado agazapar tanta cobardía e ignorancia detrás de un solo nick.
Y al final, el único consuelo va a ser que las crisis financieras y las crisis de ideas sean mutuamente excluyentes.
O al menos, eso esperamos algunos.

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